No recuerdo con exactitud cómo llegaron los Converse a mi vida, quizá en una visita a El Paso mi padre vio lo económicos que eran y me los compró.
Al estar en una escuela donde se llevaba uniforme con rigurosos zapatos negros, nunca existió ningún complejo. Todos eramos iguales a los ojos de los demás. Hasta que llegaron los días de educación física.
Entonces todos llevabamos "ropa deportiva", que consistía en pantalonera, sudadera ... y tenis. Fue ahí que empezaron las diferencias, todos mis amigos calzaban tenis de marcas como Nike, Pony o Reebok. Aunque esos días no llevábamos uniforme, parecía que sí. Todos con sus tenis de piel pintada de blanco, con los logotipos bordados de las marcas mencionadas en colores básicos, todos, menos yo.
Al llegar a mi casa, mañosamente le dije a mi papá:
-"Papá, dice la maestra que para el próximo día de educación física es obligatorio llevar tenis blancos de piel".
Por supuesto que ni me peló, vio mis Converse y dijo algo así como: "Acábate esos y luego te compro otros".
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¿¡Que me los acabe?! , ¿¡Yo, el único niño de la escuela que no juega y se la pasa sentado en la banca?! -Esto nomás lo pensé, digo, para que hacía olas, pero ahora tenía la misión de "acabarme" esos malditos Converse azules. Creo haber ido unas 36,485 veces por las tortillas, 46,567 por las Cocas y los cigarros de mi mamá y 29,638 fueron las veces que frené mi bicicleta con los pies. Después de ese martirio los tenis estaban como judicial de Acapulco: todos madreados.
Luego en una ida de mis padres al "súper", ocurrió la tragedia. Vieron una oferta de tenis, sí blancos, pero no eran ni Nike, ni Reebok; es más, ni tenían marca. Eran más chafas que las medicinas del doctor Simi. Pero estaban al 2x1, mi padre pensó neoliberalmente y pensó en mi hermano y en mí. Llegaron del supermercado y nos dieron la "buena" noticia: teníamos tenis nuevos. Los vi de lejos y me emocioné, ya me veía corriendo más rápido y saltando tan alto como para "clavar" la pelota en la canasta de basquet. Después los observé detenidamente dándome cuenta que no tenían logotipo bordado, ni una línea decorativa de color. Parecían zapatos de enfermero. Sobra decir que me indigné y me negué a usarlos; a mi hermano le valió gorro y los usó (él sí se los "acababa" a los quince días).
Seguí yendo a la escuela con mis damnificados tenis y con el absurdo complejo, aunque con el look de indigente que tenían mis Converse, ya eran notorios y no me bajaban de "Chapulín Colorado". (Canallas).
El tiempo pasó y finalmente gané dinero con el sudor de mi frente, entre las cosas que compré fueron un par de tenis Reebok, de esos chatos casi sin costuras y con algo así como la bandera inglesa bordada en cada costado. Llegué triunfante a la escuela rozando las suelas en el piso para que rechinaran mis Reebok y todos los admiraran. Uno de los rituales entre los pubertos es que te pisen tu nuevo calzado y te digan: "Para que te duren", así mientras resignado me sometían al ritual, veía algo con espanto: Todos tenían tenis diferentes a los míos. Me rezagué. Ahora la moda eran los tenis grandotes, con la suela de color y hasta con bombitas en la lengua para que se inflara la suela, con la ilusión de poder saltar como basquetbolista.
Me rendí, nunca alcanzaría la moda de los demás.
Me acabé los Reebok; me medio civilicé y usé zapatos, los cuales te hacían ver menos niño ante las niñas que ya no quieren niños, y a la primera oportunidad que tuve para comprarme unos tenis, regresé a mi origen. Unos tenis Converse que por desidia no lavé durante meses.
(Ahora resulta que traer Converse es de gente cool, chale, bola de principiantes).
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